Escena 1:
Amiga
llamándome por teléfono a las 7 de la noche: “Hola tú, vamos a ir a cenar a Coyoacán, ¿vienes?”.
Yo:
“La verdad no, estoy muy cansada, tengo
mucho sueño y aún no se me quitan las náuseas”.
Escena
2:
Amigos
corredores: “Oye, vamos a entrenar mañana
a las 6 de la mañana en el Sope y después vamos por jugos, ¿vienes?”
Yo:
“Prefiero ir a caminar al parque que está
por mi casa a las 9 de la mañana y desayunar barbacoa con champurrado porque
¡traigo un antojo!...”
Escena
3:
Amiga
con ropa recién desempacada de su último viaje a Estados Unidos: “¡Ven a ver la ropa que traje! Hay unos
vestidos sensacionales…”
Yo:
“¡Súper! Pero, ¿no trajiste ropa para
bebé?”.
Escena
4:
Amigos intensos:
“Nuestras siguientes vacaciones podríamos
ir a acampar, bucear, hacer tirolesa… ¿Qué
te parece?”
Yo:
“Por supuesto que no… bebé va a tener 3
meses y no lo voy a exponer al agua contaminada, moscos, exceso de sol,
etcétera… ¿Porqué no hacemos algo menos intrépido?”
Hace
poco me preguntaron quién era yo antes de saber que estaba embarazada. Y sí,
esa era yo: fiestera y social a más no poder, corredora empedernida (aunque
justamente una noche antes estuviera socializando), compradora compulsiva,
viajera aventurera capaz de quedarse acampando a un lado del río con corriente
creciente, y eterna preocupada por el ejercicio y la dieta.
Entonces,
en menos de seis meses, mi vida dio un giro impresionante. Conocí a una
persona y quedé embarazada.
A
pesar de que ambos deseábamos ser padres, fue una verdadera sorpresa. Los dos profesionistas, mayores de 35 años y
súper independientes, de repente nos enfrentábamos a la responsabilidad que
implica tener un hijo y las dudas que asaltaban nuestra cabeza: ¿Cómo cambiaría
nuestra vida?, ¿Seríamos buenos padres?, ¿Qué pasaría si nos quedábamos sin
trabajo?, ¿Íbamos a lograrlo a pesar de vivir en países diferentes?, etcétera, etcétera, etcétera.
Actualmente
tengo 20 semanas de embarazo y las dudas siguen presentes. Sin embargo, a
título personal y a pesar de muchísimas dificultades de todo tipo, puedo decir que esta ha sido la etapa más maravillosa de mi
vida, pues he sentido en carne propia lo que es amar
infinitamente a alguien, aún sin conocerlo. Así, he cambiado la juerga con mis
amigos por cursos de porteo, psicoprofiláctico y liga de la leche. He dejado de
lado la obsesión por mis kilos y mi cuerpo, y ahora doy gracias a la vida
diariamente por permitirme tenerlos, pues ellos demuestran mi capacidad
creadora, mi capacidad de dar vida a un nuevo ser. Sin pensarlo siquiera,
solamente llevada por el instinto y por el amor, he convertido las necesidades
de mi bebé en lo único y más importante. Y sí, he cambiado la aventura extrema
por la comodidad familiar, por el bienestar de esa pequeña personita que me ha
sacado lágrimas de felicidad en cada ultrasonido y con cada patadita en mi
vientre.
Aprendí
que tener un hijo representa el origen de no sólo de una vida, sino de la
humanidad entera. Gestar un bebé te conecta con inicios no solamente
biológicos, sino incluso filosóficos y hasta espirituales. Y como si esto fuera
poco, el ser madre te hace sentir un amor único, puro y auténtico. ¿Puede haber
acaso una experiencia más sublime y maravillosa?
Efectivamente, he
cambiado. A partir de que estoy embarazada, doy gracias a la vida por darme
esta grandiosa oportunidad de aprender el verdadero amor, y a mi bebé, por
haberme escogido como a su madre. Sin duda, no cambiaría todo esto por un
vestido, una fiesta, un viaje extremo o un cuerpo perfecto, porque ahora más que
nunca, ¡amo ser mamá!
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