miércoles, 13 de abril de 2016

Locura



Por alguna extraña razón, siempre he creído que algunas personas están completamente fuera de mi alcance. Especialmente si mi mente se siente atraída intelectualmente por ellas.

Con Diego no sería la excepción. Un día, por casualidad, me topé con uno de sus cuentos. "Alejandra", se titulaba. Era un cuento lleno de sensualidad que, debo reconocerlo, me excitaba enormemente. Lo leí una y otra vez, memoricé el nombre del autor, y después me dediqué a buscarlo llevada por la curiosidad y un poco por el morbo.

Encontré su correo electrónico en un documento académico que databa de hacía unos 6 años. Decidí escribirle. Llevada por el entusiasmo le describí con lujo de detalles lo que me había hecho sentir su cuento, lo que me había provocado a nivel intelectual y físico.

Pasaron las semanas y justo cuando ya me estaba olvidando del tema, me respondió. Decía que se sentía halagado y agradecido por lo que le había escrito, así que me enviaba otros cuentos, que según me dijo, eran viejas historias que se encontraban olvidadas y perdidas en la memoria de su ordenador.

Con ansias locas y mucha emoción comencé a leer lo que me había mandado. Pensaba en lo afortunada que era por poder leer esas historias, y en lo afortunadas que habían sido esas mujeres a las que tales historias se referían. Imaginaba a esas mujeres hermosas de delicadas curvas y labios carnosos, fundidas en una sola persona con el autor, en un abrazo pasional lleno de sudor, de jugos, de babas, de lágrimas. 

Poco a poco, me fue compartiendo más sobre su obra. Me sentía sumamente halagada de saber sus secretos e intimidades a través de ella. Admiraba su obra literaria, sus fotografías, su música, la pasión que sentía por la cultura indígena, el trabajo que desempeñaba.

Mi admiración creció cuando comenzamos a hablar por teléfono. Era un tipo brillante al que podía platicarle lo que yo quisiera. Además era un hombre muy culto y me encantaba su voz clara y pausada. Teníamos conversaciones extraordinarias y yo sentía que cada día podía aprender algo de él. Estaba extasiada y porque no decirlo, incluso endiosada. Quería leerlo todo, mirarlo todo, escucharlo todo, porque todo lo que él hacia me parecía inteligente, audaz, revolucionario, perfecto. Mi mente se excitaba tanto como mi cuerpo.

Un día dejé de tener noticias de Diego. Pasaron quince días y entonces recibí un correo electrónico en el cual me contaba que había decidido internarse en un hospital psiquiátrico y me describía sucintamente los detalles.

El mes siguiente seguimos comunicándonos por ese medio. Esperaba ansiosamente sus correos en los que me describía el hospital, las personas que deambulaban por los pasillos, los hombres y mujeres ataviados con sus batas blancas, los enormes jardines.

De repente, dejé de recibir los anhelados correos. Busqué a Diego por todos los medios a los que tuve acceso, pero mi búsqueda fue infructuosa, pues no he vuelto a saber nada de él. Jamás contestó mis correos electrónicos ni respondió a mis llamadas. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Eso fue hace un tiempo. Justo hoy me he topado con los primeros cuentos, las primeras fotografías, las primeras composiciones musicales. He vuelto a leer, a observar, a escuchar. He vuelto a respirar ese aire que respiraba en aquel entonces. Un aire cargado de energía, de sensualidad, de conocimiento.

Entonces, sus obras me parecieron más claras que al principio. Algo había pasado, ahora podía entenderlas a través de sus ojos. 

Comprendí que Diego era un genio. Y los genios a veces no pertenecen a este mundo que se deja llevar por la cotidianeidad. Los genios a veces no son comprendidos, no son aceptados y en ocasiones tienden a estar mejor en soledad. Y es que los genios, para el resto de los mortales, verdaderamente están locos.

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