Antes de que mi hija naciera, pensaba que iba
a poder amamantarla todo un año. Siempre he sido prolactancia y era algo que
quería promover: el derecho de cualquier mujer a amamantar donde le dé la gana.
Sin embargo, mi hija nació diez semanas antes de lo previsto e ingresó
inmediatamente a terapia intensiva.
Debido al estrés, mi producción de leche
disminuyó bastante y lo más que lograba sacarme, con mucho esfuerzo y dolor,
era una onza. Insuficiente para alimentarla exclusivamente con mi leche. Cuando
mi nena salió del hospital seguí dándole pecho como pude, obviamente
complementando con fórmula.
Amamantar generó una conexión maravillosa con
mi hija. No sólo la alimentaba, sino que la reconfortaba. Cada vez que lloraba
sin motivo aparente, mi mamá me decía: "Dale tú", y
funcionaba. Mi nena dejaba de llorar y hasta se quedaba dormida.
Era una maravillosa relación idílica y
perfecta.
Hasta que bebé cumplió siete meses. Un día me
empujó, se empezó a enojar, y así, sin más, se nos terminó la lactancia.
El vínculo "idílico y perfecto", se
sustituyó por arrullos indispensables para dormir, acompañados de una canción
cantada por mamá.
Últimamente, ni los arrullos ni la canción
son necesarios después de un baño calientito y un biberón. Mi hija cae rendida
casi hasta el día siguiente y poco a poco ha dejado de necesitar mis brazos
para conciliar el sueño.
La cuestión es que durante la maternidad
siempre se sufren cambios. Los hijos van creciendo y las circunstancias se van
modificando, no solo para ellos, sino para nosotras las madres.
Cambian los intereses, cambian las
prioridades, cambia la percepción de las cosas e incluso cambian las
amistades.
Justamente hace un par de días fui a dejar a
abuelita a su casa (mi mamá ahora está instaladísima en su papel y feliz con
sus dos nietas) e iban saliendo unas jóvenes que platicaban del antro nuevo que
iban a conocer. Nosotras íbamos llegando de la Granja de las Américas. Hace dos
años, yo hubiera sido una de esas jóvenes. Actualmente, salir de antro no está
en mis planes. Es más, creo que ni salir de noche, estimando que me duermo
cuando muy tarde, a las 10 y media.
Ahora, me sorprendo a mi misma buscando
lugares para pasear donde haya actividades para niños o al menos un gran jardín
donde pueda tumbarme sobre el pasto junto a mi hija. Y he encontrado lugares
buenísimos, a los que seguramente jamás hubiera ido de no ser porque ahora soy
mamá.
También me he sorprendido a mi misma
disfrutando de la compañía de otras mamás. Más aún, yo que pensaba que convivir
con ellas sería difícil por las críticas y opiniones no solicitadas, me he dado
cuenta que las demás mamás son bastante respetuosas y muy empáticas (a lo mejor
he sido afortunada en toparme sólo con tipazas), a diferencia de otras personas
que han criticado mi forma de crianza o mis decisiones, sin ser madres o
padres.
Pronto se nos avecina otro cambio: la entrada
a la guarderia. Espero esa experiencia con mucha emoción, deseando con todo el
corazón sea algo benéfico para el desarrollo de mi hijita.
Porque cada decisión que he tomado por muy
rara, criticada o absurda que parezca, ha sido muy pensada y muy analizada.
Sobre todo, ha sido tomada con confianza. Confianza en mi misma, confianza en
mi instinto materno y confianza en que yo soy la única que sabe qué es lo mejor
para mi petite.
Así son los cambios. Los cambios en relación
con los hijos y en relación con el mundo que nos rodea. Los cambios que se dan,
sin querer, cuando uno entra al maravilloso mundo de la maternidad. Los cambios
que nos ayudan a desprendernos, a desapegarnos y a crecer. Amo los cambios.
Bienvenidos sean a mi vida y a la de mi hija.
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