Bien dicen que hay experiencias que hay que vivir
para entenderlas con sus altas y sus bajas. Definitivamente, creo que la
maternidad es una de ellas.
Cuando supe que estaba embarazada tenía grandes
planes. Soñaba con trabajar hasta el final de mi embarazo para tener tres meses
de incapacidad con mi hija posteriores al parto, quería un parto humanizado y
natural sin anestesia, que pasaran 6 meses antes de que tomará leche materna en
una mamila, entre otras cosas. Si, es cierto, tenía muchas expectativas.
Y de repente, nadie te prepara para lo inesperado.
Nadie te dice que la hipertensión gestacional puede
hacerle daño a tu placenta y sigues trabajando con horarios extenuantes como al
principio, a veces olvidas hidratarte, e incluso cada vez duermes menos. Hasta
que llega el día que vas al médico y te ponen en estado de emergencia porque se
te está acabando el líquido amniótico y tu bebé padece retraso del crecimiento
intrauterino (es más pequeño de lo normal para su edad gestacional).
Y entonces, todas esas cosas que esperabas se te
derrumban. Las expectativas empiezan a
esfumarse. Las cosas van a ser diferentes a lo que tú imaginabas. No peor, no
mejor, simplemente distintas.
Y te da miedo. Mucho miedo. Y dolor. Se te parte el
corazón en pedazos, como nunca. Además, te enojas. Con todos, con todo. Las
lágrimas son inevitables mientras te preguntas y preguntas cuales son las
expectativas de vida de tu bebé.
Te alejas del mundo. Y sigues llorando. Muchísimo y
en silencio. No quieres saber de nada, ni de nadie, sólo te importa que tu bebé
esté bien, incluso a costa de ti misma.
Siempre he creído que Dios es sabio y que no te
manda más dolor de lo que puedes soportar. Estaba consciente de ello cuando mi
papi falleció, cuando mi mami se enfermó... Y ahora era diferente. Estaba
perdiendo la fe y me costaba trabajo creer lo que tantas veces me había y había
repetido.
Hoy ya han transcurrido un poco más de dos semanas
desde que me dieron esa noticia. Después de un remolino emocional, mi hija y yo
hemos decidido no sufrir por un futuro incierto y nos dedicamos a vivir el
presente. Así, hemos librado la batalla semana a semana.
Además, he recuperado la fe. Cada vez que alguien
me dice que está orando por nosotras, me aferro más a Dios, porque sé que nos
tiene algo bueno preparado.
No sé qué es, pero confío en el momento presente y
dejo el futuro en sus manos.
Esa fe y esa confianza me han devuelto la serenidad
y me han devuelto la sonrisa. Ese contactar conmigo misma ha sido muy
enriquecedor y me ha hecho valorar también a todas esas personas que, a pesar
de todo, siguen junto a nosotras extendiéndonos la mano por si es necesario
tomarla bien fuerte y echarse a nadar contracorriente.
Esta es una de las tantas cosas que seguramente les
pasa a las madres primerizas y que pueden ser difíciles de entender y superar.
A pesar de ello, todo vale la pena y personalmente, no cambiaría jamás ese
dolor, esa preocupación y esas lágrimas por nada del mundo. ¿Y saben porqué?
Porque ese, justamente ese es amor de mamá.